Falta una hora para embarcar. Como
casi siempre, triste costumbre ya, el avión que me llevará a mi casa llega con
retraso, esta vez tengo suerte, poco más de una hora. Es viernes y en mi mente
solo se vislumbra la imagen de la montaña. Mis sentidos están ocupados
transmitiendo a mi hipotálamo todas esas sensaciones que me trasladan a un
lugar lleno de paz. Parece mentira, casi irreal, quizá incluso inexplicable, en
mitad de la sala de espera de la terminal de salidas del Aeropuerto de Jerez de
la Frontera,
el gres de color parduzco que hay bajo mis pies se transforma en tierra
vegetal. Casi puedo oler el aroma humedecido por el rocío mañanero de la Sierra Oeste de
Madrid.
Mis
pulsaciones se atenúan como las aspas de un ventilador al que le han arrebatado
la energía. Mis ojos hacen una reverencia al unísono y aparece al instante esa
brillante oscuridad. Mis músculos pierden su rigidez y mi cuerpo entra en un
estado volátil. Mis tímpanos filtran toda la amalgama de ruidos estridentes y
corrosivos, los limita, los muta, los anula. La banda sonora que entra en
escena es el viento golpeando con fuerza la arboleda, transmitiendo unas ondas
olfativas que dibujan una sonrisa en la comisura de mis labios al ser inhalada
y procesada por los receptores de mi nariz.
El
ruido ensordecedor de los motores del Airbus A330, que me devolverá a mi hogar,
me arranca del trance. No se cuanto tiempo ha pasado, tampoco me importa.
Recupero la compostura y embarco. Una vez acoplado más que ubicado, gracias en
gran medida a la generosidad dimensional de los asientos, vuelvo a recuperar la
cordura y al instante estoy sentado en una piragua cortando el agua sobre el
Río Duratón. Siento como mi remo rasga la película superior de su piel líquida
y la pala se introduce en su interior con facilidad, como un cuchillo en un
trozo de mantequilla. Al jalar siento en mi pecho y en mis brazos toda la
fuerza y sentimientos que transmiten sus corrientes, las cuales se desplazan
por la caña del remo hasta que se funden en una cómplice danza con las falanges
de mis dedos. Mis pulmones se llenan de aire fresco al mismo tiempo que siento
el empuje centrifugo sobre mis riñones… Hemos despegado.
Durante
casi una hora, alterno agua cristalina con material sintético, aire fresco con
un cinturón de seguridad que subyuga mi libertad y la paz más absoluta con las
vibraciones que transmiten los dos motores Rolls Royce a través de las alas de
este pájaro de acero a todo mi organismo. El momento del aterrizaje no es más
liviano.
Comienzo
una ruta, T-4 Barajas Gate H42 - Estación de Metro. Recorro sus pasillos
interminables, anónimos, carentes de cualquier vestigio de naturaleza. Un
escalofrío recorre mi cuerpo al observar todas esas formas asépticas de metal y
plástico, con ángulos artificiales y vacíos de personalidad. Miro al techo y el
espectáculo no es más alentador. Toda una plantación, cuadriculada,
perfectamente colocada y delimitada de luminarias de luz blanca encoje mis
pupilas de modo involuntario y automático para evitar que ese haz me atraviese
el cristalino y choque violentamente contra mi retina. Durante unos segundos
pierdo la capacidad de enfocar correctamente y aparecen unas motas blancas que
revolotean por todo mi campo visual. Incomprensiblemente son copos de nieve. Giro mi cabeza en repetidas ocasiones de izquierda a derecha, como haría un perro que trata de
sacudir la humedad de su pelaje, y de repente estoy ascendiendo por un sendero
serpenteante del Circo Glaciar de Peñalara. Todo está cubierto por un manto
blanco y helado. Los pinos y enebros muestran sus hojas criogenizadas, como el
más bello cristal de Swarovski o una beta titilante de cuarzo azul. Asciendo
con las raquetas bajo la suela de mis botas Asolo mientras me impulso con los
bastones. Estoy cerca del Refugio Zabala, lo veo por momentos, únicamente entorpece
ese maravilloso espejismo el vaho caliente que exhalo por mi boca a través de
la braga que protege mi rostro y que se mezcla con el aire gélido del ambiente,
como un chorro de leche proyectado en el interior de una taza de té. Escucho en
la lejanía el canto de un Azor, o quizá sea un Zorzal, no lo distingo. De
repente, otro escalofrío. - ¡Próxima estación, Nuevos Ministerios!
Llevo
varios minutos de espera en el andén de la estación y ya ha llegado esa especie
de oruga metálica que me acercará un poco más a mi morada. Tomo asiento, con
mucha suerte por cierto, y se cierran las puertas de los vagones. Comienza el
traqueteo y en vagón se mece como una procesionaria deambulando bajo tierra por
los túneles excavados bajo la bulliciosa y alocada ciudad. Me apoyo sobre la
barra vertical que tengo a mi derecha. Primero el brazo, después parcialmente
la cabeza, dulce somnolencia que me separa de mi yo terrenal. Algo salpica mi
cara, estoy descendiendo por los rápidos, remolinos y aguas turbulentas del Río
Esera de Castejón de Sos, en el Pirineo Leridano. Sobre la embarcación, intento
mantener el equilibrio, mientras todo el grupo rema al unísono bajo las órdenes
breves, básicas y concisas del monitor, que hábilmente maneja el timón allá en
la popa. Con los músculos en tensión, los pulmones se llenan de oxígeno en un
instante, al siguiente, ya están completamente vacíos. Todo sucede muy rápido,
todos los movimientos son coordinados por una fuerza interior que no se puede
explicar. La adrenalina recorre cada milímetro de mi riego sanguíneo. El río te
exprime y saca lo mejor de ti. Paradójicamente, también saca lo peor, esos
fantasmas, esa tirantez, esa sábana que nubla nuestra percepción hacia todo lo
que nos rodea y que no nos deja disfrutar de la vida tal y como es. No hay
prisa, no hay mayor problema que la siguiente brazada, todo se hace sencillo a
la par que complicado. La pereza, la desidia y la tristeza de diluyen con el
agua embravecida del Esera y se pierde en el infinito, se posa en el fondo de
su lecho y nunca volverá.
El
monitor no descansa, no cesa en demandar órdenes a la tripulación. -
¡Adelante!, ¡Adelante!, ¡Derecha! Retorno a tierra firme y vuelta a empezar.
Otro pasillo, varias escaleras mecánicas y de nuevo otro andén. Esta vez el
viaje es más corto, solo hay silencio, no hay tiempo para volar lejos. Ya en
Atocha, cansado y exhausto persigo con las pocas fuerzas que me quedan la
última escala. Solo veinticinco minutos en tren y por fin estaré a cobijo junto
a la chimenea. Siento como me hundo en el asiento rígido del vagón, me fundo
con su tapicería. Casi compartimos la misma piel. Me deslizo de la butaca hacia
una piedra limada y erosionada por la cadencia continuada del agua a través de
los años como si de un tobogán se tratara. Cojo velocidad y al instante siento
como la fuerza de la gravedad tira de mi hacia el fondo del Río Sella entre una
grieta de la montaña. Me zambullo varios palmos sobre mi cabeza. Los sonidos se
atenúan y el agua fría impregna mi neopreno. Solo han pasado un par de segundos
en la superficie, toda una vida bajo la misma. El chaleco salvavidas que me
abraza me devuelve al exterior, un poco desubicado, lleno de agitación y
emoción. Recupero el ritmo normal de mi respiración entre gritos y risas, las
cuales rebotan por todo el cauce pedregoso del río y se pierden a lo lejos. Me
quito el casco, lo lleno de agua y me lo colocó de nuevo. He llegado. Me bajo
del tren, abandono la estación de cercanías y tras un corto paseo me encuentro
delante del portal de casa. Sonrío y entro.
Son
las 6 de la mañana, todavía no ha salido el sol. Hoy es el día, pronto, muy
pronto estaré recorriendo el sistema arterial de mi montaña querida. Preparo la
mochila, las botas, los getres, el impermeable, guantes y demás prendas de
abrigo. Es temprano, pero estoy contento a la par que ilusionado y ansioso.
Último los detalles, bocata, bidón de agua, termo con café, unos frutos secos,
almendras normalmente, unas cuantas gominolas, y una tableta de chocolate, que
siempre gusta y arranca una sonrisa.
He
llegado al punto de encuentro, el punto de partida. Saludos, abrazos y ganas
por arrancar. Rodeado de mis compañeros de sendero, compartimos el primer café
del día, nos fundimos en una tertulia, anteriores rutas, anécdotas,
experiencias, consejos y sobre todo el cariño análogo de todos por la
naturaleza.
Ya en
el autobús que nos acerca lentamente a la meta, que en realidad no es más que
el comienzo, me relajo mirando por la ventanilla como desaparece tras de mí la
ciudad, sus altos edificios y las luces, todavía encendidas, del alumbrado
público, que se asemejan a un grupo salpicado de luciérnagas, esparcidas
aleatoriamente por sus calles.
La
montaña no es un lugar ubicado en un punto concreto, no es estático, no es
lejano ni incomodo. No hace frío ni calor, es acogedor, es abrumador en
ocasiones y está presente en cada momento de tu vida. La montaña va contigo a
diario, en tu trabajo, en tus labores cotidianas, en tu casa, comprando en el
supermercado. Cuando la instalas en tu sistema operativo, ya forma parte de ti,
es una prolongación de tu cuerpo, de tu mente, de tu estado vital. Te
acompañará allá donde vayas, es fiel y nunca te decepcionará.
Mahoma
dijo en una ocasión; “Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la
montaña”. En este caso, la montaña ni va ni viene, no puedes ir ni venir de
ella, porque la montaña, eres tú.